¿Qué es Enred@ndo?

Aún tratándose de un blog personal, Enred@ndo no pretende ser la página de mis confesiones íntimas, ni mucho menos, aburrir con un sentido práctico-profesional. Se trata más bien de un blog para el que viene y va por la red sin mirar atrás, donde la ficción y la realidad convivan sobre nuestros enredos cotidianos con el desparpajo del que se siente un neófito en esta nueva forma de compartir.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Contra el ladrillo...martillo

Hay días en los que me invade la lírica; algunos en los que me escondo entre frases irónicas; y otros, como hoy, en los que me apetece llamar a las cosas por su nombre. Y lo voy a hacer.

Mi vecino Martillazos es un capullo integral. Un anormal profundo que se pasa la vida cizañando con unos y con otros, paseando a su chochona de tómbola de pueblo y dando un por culo tremendo. Este gilipollas y la estúpida de su mujer no pueden soportar que su hijo viva aislado, y envidiosos, les da por comentar a voz en grito, lo insoportable que resulta para la sociedad tener vecinos que conviven y comparten la calle. Lo más patético es que el imbécil y su muñeca de porcelana ya no recuerdan la vez que asomaron la cabeza por el balcón para llamar hijos de puta a nuestros niños. Y todo por el impresentable delito de jugar en la calle en una noche de verano.

Estos incultos maleducados son los mismos que me tocan los huevos cada vez que aparcan el coche encima del bulevar. Su concepto de espacio público es bien simple: como la calle es de todos, también es suya y, por tanto, hacen lo que les sale de los cojones; y como es suya, se hace lo que ellos dicen. Y punto. Pues chaval, la llevas clara conmigo.

Nuestra calle es un espacio público diseñado para el disfrute de las personas. Si el técnico que la diseñó hubiese querido que tú aparcaras el puto coche no hubiera puesto un bordillo, ni bancos, ni árboles y, ni mucho menos, albero en su zona central. Además, con toda probabilidad, entre las señales que Miguel ha ido arrancando de cuajo con su camión, habría habido una con fondo azul y una P (de Pedazo-de-mamón) en blanco. Seguramente, el pavimento adoquinado que levantas cada día cuando sales con tu coche a ochenta por hora, sería negro zaino y de naturaleza asfáltica, para que la rodadura de tu vehículo, al doblar la esquina, fuera perfecta ¡Pero qué vas a saber tú sobre adherencia si para ti la adherencia es ir todo el día pegado al culo de tu mujer!

Tú sí que eres un delincuente, cabrón. A poco que lo piense, seguro que has asaltado todos los códigos jurídicos de este país que te mantiene como a una liendre. Así, a bote pronto, y además de todos los delitos ya comentados contra el código de la circulación, podríamos hablar de los urbanísticos cometidos por hacer mil obras sin licencia, del aprovechamiento ilicito del suministro eléctrico y de los delitos contra la Seguridad Social cuando has trabajado de extranjis estando de baja, por cierto, pagándotela los padres de los hijos de puta que tanto molestan a la pérfida de tu mujer.

Infame bruto, tu suerte es que la vida no es sueño, aunque para tu mujer lo sea muy a menudo, y no seré yo quien te recuerde que tu mayor delito es haber nacido porque me dan náuseas asimilarte al verso de Calderón. Por eso te aprovechas de la veleidad de los que, como yo, sólo queremos vivirla, soñando que algún día te irás de este mundo. Olvidado. Sin haber dejado más huella que la de tu bota sobre la mancha fresca del cemento.

Hasta siempre, querido hijo de puta.

jueves, 23 de octubre de 2008

Al álamo del parque

Queridos lectores. Llevo un par de días rememorando aquellos célebres versos de Machado que todos aprendimos de pequeños:

Al olmo viejo, hendido por el rayo/ y en su mitad podrido,/ con las lluvias de abril y el sol de mayo,/ algunas hojas verdes le han salido[...].

Ocurre que, anteayer, se cayó el álamo del parque. Viejo también. Carcomido por la edad y el vago recuerdo de haber visto desaparecer la vega bajo su pie. Exhausto del hombre y sediento de tierra volcó hacia el coqueto parque de juegos para niños. Sus dos enormes ramas, como signo de victoria, se estrellaron contra la tarima en un estruendo, arrastrando al tronco podrido desde su base y sorteando a dos balancines del mobiliario que resultaron intactos.

Ese álamo murió como un héroe. Hueco como estaba, supo sostener sus ramas hasta que la tempestad de viento de unas semanas atrás le hizo crujir el alma. Pero entonces no cayó. Aguantó a duras penas, durante unos días, en un equilibrio tan precario que bastó el peso de un puñado de gotas de lluvia para hacerle caer. Por eso es un héroe. Por morir de viejo y por saber que lloviendo, ningún niño jugaría en el parque.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Monográfico: Mi vecino Martillazos (1era. Parte)

Bueno, aquí está. Sé que muchos de vosotros lo estábais esperando, pero ocurre que, un buen monográfico sobre tan recio personaje debe comenzar, como mínimo, con una definición, un concepto claro, no más. Y para ello, amigos, después de reflexionar largo tiempo, he llegado a la conclusión de que la Filosofía se queda corta. Hay que acudir a la Ciencia, como casi siempre.

Creo estar en lo cierto al afirmar que, científicamente, Martillazos puede ser considerado como la prueba viviente del estancamiento de la evolución humana. Eso es. Este es de los tíos que cuando le dijeron que tenía que comprarse tres cubos de basura, fue a comprarse uno bien grande (y con ruedas).

A Martillazos hay dos cosas (diagnosticadas) que le molestan sobre manera: el ruido y el olor a tabaco. Para combatir el primero, no se le ocurrió otra cosa más, que regalarnos tacos adhesivos de goma para las patas de las sillas y, para el segundo, me rocía el patio, con ambientador, desde la ventana de su habitación. Sí, he dicho bien, de SU habitación, no me seais listillos que ya sé que el dormitorio de matrimonio da para el otro lado ¡Martillazos duerme en una de las habitaciones contiguas al patio! Y lo sé, porque todas las noches oigo como sus ronquidos se parecen, cada vez más, al encantador sonido de una radial cortando azulejos ¡Y no, la mujer no duerme a su lado!, porque con los cambios de estación, ha habido ocasiones en las que se le ha oido gritar desde el bulevar. Gracias al cielo, la Sabia Naturaleza no permite que éste se aparee mucho.

Definido y conceptualizado el sujeto en cuestión, este artículo, en su primera parte, no me da más que para contaros otra curiosa teoría científica que tengo. Martillazos no puso el toldo ese que tiene en el patio, naranja y burdeos, que puede verse hasta en el Google Maps, para refugiarse del tórrido verano. No, lo puso como medio de comunicación con sus vecinos lindantes. Os explico. Si tenemos la suerte de que la parte de toldo que nos corresponde está abierta, es su forma de decirnos que últimamente nos estamos portando bien (ya saben, ni ruido, ni humo). Cuando nos la cierra, es que en algo la hemos cagado.

¿Entendéis ahora mejor lo que antes decía sobre la evolución genética y la Naturaleza? Lo dicho. Bendita sea su Sabiduría.

martes, 26 de agosto de 2008

El Lado Oscuro de mi calle

No, que no les confunda el título. No pienso darle caña al alcalde de mi pueblo ni a ningún otro, ni siquiera a Sevillana Endesa, hoy esto va más de rollo jedi. Sí, el de La Guerra de las Galaxias, el mismo. Como pueden imaginarse, vivo en una de esas urbanizaciones modernamente concebidas como un "refrito" de casas adosadas que, como todo en la vida, tiene su Lado Oscuro.

No sé muy bien cuando comenzó su génesis, pero estoy seguro de que fue en Martillazos donde se produjo la inflexión de la Fuerza. Martillazos es un tipo singular. De profesión albañil, es de los que les gusta vivir al margen de la Ley y, cargar en el enchufe la espada láser, le sale gratis. Él es el ojo que todo lo ve, la oreja que todo lo oye y la nariz... bueno, la nariz la tiene hecha unos zorros, debe ser el único tabique que le queda por retocar en su casa. Es, en definitiva, como el malo de la capucha: jode todo lo que puede pero nunca enseña la cara. En su mujer, la Beckham, se concentra toda la Fuerza del Lado Oscuro. Es una víbora que me da para un monográfico.

A los del otro lado, es decir, a los buenos, se nos conoce últimamente como "los del puto home cinema" y como expresó la princesa Leia en su discurso de restauración del Primer Senado, nos hemos convertido en una familia galáctica— una familia de los grandes y de los pequeños, de los jóvenes y de los mayores, con honor para todos y favores para nadie.

En nuestro lado no nos falta de nada. Tenemos hasta al wookiee Chewbacca. Es Miguel, el del camión, que por mucho que lo intentes no le entiendes una palabra, aunque se lo pillas todo por el contexto. Es verdad que al especimen le faltaría algo de altura y pelo, pero tiene un camión que debe ser, más o menos, de la época en la que Han Solo compró el Halcón Milenario. Lo que no tengo muy claro es si tenemos androides como R2-D2 y C-3PO. Yo no los he llegado a ver, pero tengo que preguntarle a Jorge y Blanca, ellos guardan todo tipo de cacharros electrónicos.

Por último, volviendo al Imperio Galáctico,—el de los malos no podía faltar Darth Vader. Ese Caballero Jedi que se desplazó al Lado Oscuro y se puso al frente del Escuadrón de la Muerte. Medio humano, medio cyborg y siempre tras su terrible máscara, Darth Vader representa al antagonista, al que se opone a todo por el vicio de oponerse, al malo malísimo. Sí, ya sé que lo han adivinado. Es Tomatito, el ínclito cliente del Telepizza, filósofo donde los haya, más seco que un ajo y el tío con más mala leche de la galaxia.

Con Tomatito me tengo que poner serio. No tiene gracia, ni nunca la ha tenido. Y aunque es verdad que un día compartió mesa con nosotros, éste, a diferencia de la película, llevaba puesta la máscara desde el Episodio I. Vive en el número 13como no podía ser de otra maneray está casado con una rubia, rollo Gilda, a la que le gusta la espada láser, talla XXL. A Tomatito, la voz le suena hueca, como si por dentro estuviera vacío y aunque no le falta una mano, más valdría que alguien se la cercenara a la altura del codo la próxima vez que se la levante a su mujer.

Aún así, mi calle es la caña, con sus dos lados, tan distintos como necesarios para darnos cuenta de lo que tenemos, de lo que hemos conseguido a base de fiestecillas espontáneas, pinchos del moro y cervezas del Mercadona, de lo que debemos preservar por el bien de nuestros hijos.

Que la fuerza os acompañe a todos, amig@s.


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Dedicado a todos los barrios dónde aún perduran las buenas costumbres, como en el mío:
A Paco y Elena (y su tablero) -A Coco y Merche (y su barbacoa) -A Leandro y Toñi (y su seiscientos) -A Elo y Tomás (y su acordeón) -A Bellido y Carmen (y su otro acordeón) -A Lucía y Ángel ( y sus recursos contra la fábrica) -A Juan Carlos y Susana (y su mesa de ping-pong) -A Blanca y Jorge (y su puto Home Cinema) -A Manolo y Carmina (y su vado, que nos viene de perlas para poner la pantalla) -A mi mujer y su bolso (y su alegría cuando nos dijeron) -Y en especial a todos los niños de la calle, porque en su compañerismo es dónde mejor se expresa la Verdad de la Fuerza.
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N. del A.- Todos los personajes del artículo son de ficción. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Si alguien se siente aludido, por favor, no se suscriba a este blog.

lunes, 25 de agosto de 2008

Yo soy de los que no tienen carné...¿Y qué?

Nunca me gustaron los coches, es más, creo tener cierta fobia a su conducción. No niego que a veces sea un engorro depender de alguien para los desplazamientos, pero es lo que tiene el matrimonio, te casas por amor y acabas haciendo de chófer. Reconozco que a mi mujer, esto la saca de quicio, porque además soy un copiloto coñazo. Bueno, coñazo y torpe, de los que no paran de dar indicaciones sin tener muy claro, aún, cuál es la derecha y cuál es la izquierda. Como Rosa Díez.

De niño, mi padre me ponía sobre sus piernas para que cogiera el volante, pero a mi no me cuadraba demasiado que el coche estuviera quieto y terminaba concentrado en el claxón. Por eso, mis primeras experiencias verdaderas con los coches acontecieron durante mi adolescencia. Era autoestopista. Sí, en serio. Con mi pandilla, cada fin de semana me colocaba, dedo en ristre, en el stop de La Herradura, soñando con que una madurita desinhibida me llevara al extásis... o como mínimo a Almuñécar, donde me volvía a colocar. El invento se empezó a estropear cuando el primero de nosotros se sacó el carné. Entonces, aparecieron las clases sociales en mi pandilla: los con-coche-y-carné, los con-carné-y-sin-coche, los-sin-carné y... yo. El paria. Aunque la cosa se terminó de rematar cuando aparecieron las novias, ahí la involución del grupo fue total: los con-novia-guapa, los con-novia-fea, los sin-novia, y... yo. El más tonto. Es curioso, tías y coches ¿No era esto lo que ellas siempre dicen que tenemos en la cabeza?

Ahora, de mayor, no llevo tan mal la cosa. Entre el autobús, algún que otro taxi, el coche de mi mujer, el de empresa y el de sanfernando me muevo por la vida. La bicicleta, como casi todo el mundo, la suelo coger para comprar el pan los domingos... los domingos que caen en veintinueve de febrero y no llueve. Quizá por ello siempre me han gustado las distancias cortas.

Lo que mejor llevo es lo del carné sin puntos. Los perdí todos de nacimiento. Cuando nací a mi madre le dijeron: ha tenido usted, un peatón, y aquí me tienen, aguantando las sonrisitas del tipo con descapotable y rubia a su derecha que pasa todos los días por mi lado cuando espero el autobús. El cabrón tiene cara de triunfador, de tenerlo todo en la vida. Pero seguro que aún no ha experimentado lo que es tener a mi mujer, a mi izquierda, sentada al volante y cabreada como una mula, suplicándo por Dios que me calle o para el coche.

Hoy en día, como todo el mundo tiene carné, el tema ha dejado de servir para clasificar socialmente. La cosa se ha hecho más sutil, ahora los tíos como el del descapotable le dicen a su vecino:

Oye, Fernando, que mercedes más guapo. Joder, con MP3 y todo.
Ya ves tío, 300 eurazos que me costó ponérselo.
—Ah ¿Se lo pusiste tú? Pues en el mío venía de serie ("so pringao").

Y es que el reconocimiento social y el sentimiento de libertad son dos conceptos siempre ligados al vehículo. Por eso, en la reforma del Código Penal, si la cagas al volante, te reconocen como delincuente y te privan de ella. (Algún día la cagarás, cabroncete).

Vale, reconozco que al tío le tengo ganas. Pero es que el otro día, en la rotonda de Neptuno, lo vi sacando a un ciclista de la calzada. El hombre, de unos sesenta años, circulaba por su derecha, mientras él, con sus flamantes posesiones, iba cruzando carriles a más de cien, con el dedo hundido en el claxón y sin mirar atrás. Yo a éste no le quitaba los puntos, más bien se los cosía, de sutura, de los huevos al sillón ¡A ver si le iba a quedar gracia para sonreir!

No me importa ver a los coches en la carretera (ya saben, de la mar el mero...), pero me molesta su presencia en la ciudad, soy de los que peatonalizarían hasta los aparcamientos subterráneos. Y por mucho que nuestros políticos intenten pervertir el concepto, el lema de "la ciudad para el ciudadano", yo me lo creo a pies juntillas. No en vano, etimológicamente, la palabra castellana "ciudad" deriva de la latina civitas, que tal y como nos explica San Isidoro de Sevilla en su Etimologiae, designa una pluralidad de seres humanos unidos por lazos sociales y debe su nombre al de los ciudadanos (cives). En la misma obra, el ilustre obispo sevillano que algunos ven como el patrón de internet— define como urbs (urbe) a la fábrica o estructura material de la ciudad que concentra y abarca, dentro de sus muros, la vida de muchos.

Como dice el profesor J.L. Ramírez en su publicación
«La ciudad y el sentido del quehacer ciudadano» (ICE, Universitat de Lleida, 1995), «[...]para nosotros la palabra "ciudad" significa primordialmente el conjunto de edificios y vías de tráfico dentro de los cuales se desarrolla la vida y actividades de los ciudadanos. Es decir llamamos normalmente "ciudad" a lo que en propiedad debiera llamarse "urbe" y traducimos la palabra latina "civitas" como "ciudad" con la mente puesta en la "urbs" de los romanos.»

Analizado de esta manera, no me cabe duda de que al concepto de
«urbe» le cabe todo, pero al de «ciudad» le sobra, como mínimo, los vehículos y los tíos como el del descapotable. Elijan ustedes mismos donde quieren vivir, pero ante todo... no sonrían a los peatones.

martes, 19 de agosto de 2008

El dominio público de una sombrilla

Es verano, no cabe duda. El calendario, las temperaturas y hasta el dulce de las sandías así lo refrendan. Y no me gusta esta época del año, lo digo de antemano. Me irrita su sistemática manía de achicharrarnos. A cualquier otra estación siempre podemos adjetivarla con una propiedad climática distinta cada año, pero no al verano, en verano siempre hace calor, y en Granada, hace mucho calor. Además, lo que peor llevo es mi complejo de flaco; con el frío siempre se me atenúa bajo la ropa, pero a cuarenta grados no me queda más remedio que descolgar mis raquíticas piernas del pantalón corto hasta su reposo sobre un calzado que no permite descuidar las uñas.

Sin sutilezas, el verano siempre me resulta obvio. Pero si existe un ámbito donde el hecho se muestra más patente, éste es la playa. Y no lo digo sólo por la presencia multitudinaria de personas empeñadas en descubrir todos los años sus miserias, no. Fundamentalmente, lo que distingue a la playa de invierno de la de verano es la pérdida, casi inmisericorde, de su condición de dominio público. Así es. Bajo una sombrilla, una toalla o, incluso, un par de chanclas semienterradas se escrituran y registran, como bienes privativos, nuestras propiedades y servidumbres de vistas al mar.

Yo soy de los que llegan tarde a la playa ¿Se lo imaginan, verdad? Derrotado, refunfuñando y cargado hasta las trancas, me dispongo, niño en mano, a buscar un huequito aceptable. Me conformo con poco, el radio de la sombrilla, no más, y el espacio para dos toallas en sentido transversal al rompeolas; no en vano, vivo en una casa adosada con vecinos a ambos lados. Camino en diagonal por ese tramo indigno de la arena que casi nadie ocupa, oteando la colorida primera línea, y conforme me acerco a ella, las miradas se vuelven inquisidoras:

A ver dónde se va a poner éste le oigo decir entre dientes a una señora de pareo infame cuyos enseres playeros se esparcen, al igual que sus carnes, en un diámetro mayor de lo estrictamente conveniente.
Pues encima de tu sombrilla le contesta la vecina en un tono aún mayor, con objeto de certificar la alusión.

Mala suerte. El diálogo intimidatorio no funciona conmigo. Yo suelo ser mal cliente para jugar a indirectas pero sobre todo, una vez que mi hijo percibe mi intención de acomodo, se desprende de todo lo que lleva encima marcando la senda del hueco en una hilera de prendas suspensivas hacia la orilla, y antes de que me dé tiempo a soltar la carga, ya está metido en el mar. Vale, ya tengo cabreada a la de la derecha. A mi izquierda, sin embargo, una estupenda mamá treintañera, con libro y gafas de moda, toma el sol en tetas; conviene no molestarla demasiado, por la lectura, más que nada.

Por fin, después del recibimiento, llega el momento sublime de clavar la sombrilla. Al instante, la vecina del pareo se levanta de su hamaca y posiciona lo que un día fue una toalla a manera de linde, obligándome a caer sobre la izquierda donde, cual efecto dominó, la mamá se dispone a taparse con la parte bi- del -quini. Esta vez si capto el mensaje y me doy por aludido ¿Dónde demonios habré puesto mis gafas de sol? Recopilando. Acabo de llegar a la playa y, en un minuto, una señora me ha enseñado los dientes y la otra ha dejado de enseñarme las tetas.

Ya que está de pie, el caimán con pareo hace un gesto a la iguana de su amiga, invitándola a remojar los pinreles y, cuchicheando, bajan al rompeolas donde de antemano tienen dispuestas dos sillas en la línea a la que el mar llega con sus últimas espumas. ¡Es la mía! pienso mientras aprovecho la distracción para devolver un par de apestosas zapatillas de esparto y un cubito con medusas a los dominios de la susodicha. Pero la alegría a los pobres nos dura poco y los dos reptiles no aguantan ni media docena de olas en remojo. Camino arriba, hablan en voz muy baja:

...Desde las ocho de la mañana, vamos, que vino mi Manolo a poner las sombrillas susurra el caimán.
Ea, es que la gente.

(¡Las ocho de la mañana! Pero ¿Esa hora existe en verano? Yo pensaba que en agosto los días tenían doce horas o menos).

Las comadres, de vuelta a su refugio, pasan tan cerca de mi toalla que me da para oler el tufillo a sobaco de la iguana y, de paso, me miran al unísono, por si acaso me vuelvo a hacer el sueco. De nuevo bajo la sombrilla, retoman el tono agresivo del principio:

...Y hasta las once, como un clavo, hasta que he llegado yo continúa implacable no sea que al alcalde le dé otra vez por llevarse las sombrillas.
¿Pero, todavía se las llevan?
No lo sé, pero por si acaso.

(El que por si acaso ha escaqueado el bigote, es el Manolo. Tío listo. Capaz de sacrificar su sueño a cambio de perder de vista al caimán por un rato, mientras vigila el chalé).

Aunque no lo crean, esta es una costumbre muy extendida en la costa granadina. A las ocho de la mañana la playa tiene una actividad inusitada y en ella conviven en perfecta armonía todo el gremio de guardasombrillas, las últimas parejas del revolcón nocturno y una especie en vías de extinción: los buscadores de metales que armados de chivatos pasean incansables como hienas de lo ajeno. El Manolo es guardasombrilla y ello, háganme caso, tiene su ritual; que comienza comprando el pan y el periódico, la edición de Granada, se agota enseguida y la edición de la Costa no es lo mismo —prosigue con la clavada de sombrilla en el mejor sitio, esto es, perfectamente perpendicular al portal de la casa y en primera línea y, finalmente, concluye con la lectura del periódico en una silla hasta que, horas más tarde, llega la parienta con el resto de cachivaches. En ese momento se da por terminado el turno y el tío se vuelve a casa con la satisfacción del deber cumplido ¡Otro día más que le dan por culo al alcalde rapta-sombrillas!

Lo del alcalde es muy fuerte. Les cuento. Hace tres años, a alguna mente privilegiada del ayuntamiento se le encendieron las bombillas progresistas con una idea revolucionaria cargada de estímulos sociales y capaz de dotar al pueblo de ingresos extraordinarios. La cosa funcionaba así: una patrulla playera, velando por el interés público, escrutaba de punta a cabo las sombrillas clavadas, y a modo de zona azul, en ausencia del propietario, eran incautadas hasta que éste tuviera a bien recuperarla previo pago de treinta y seis euros. Económicamente, la idea tenía su miga: en una ocupación media de playa de 30.000 personas por día durante los meses de julio y agosto, con un módulo de habitabilidad de 3 personas por sombrilla, el mercado de clientes, de dichos meses, ofrece un tamaño de 600.000 sombrillas que a 36,60 euros la broma (más un adicional por día de depósito), descubre un montante potencial de 21.960.000 euros por verano; sólo un uno por ciento de incautos (o incautados) podían reportar al municipio 219.600 euros de nada. Brillante ¿No? [Ver bando municipal]

Aunque la cosa al principio funcionó y hubo que habilitar un almacén para guardar los parasoles en un par de veranos al tío se le acabó el negociete. No sé si por constituir un delito o porque nunca encontró la manera de dejar las pegatinas de aviso pegadas sobre la arena. Lo que está claro es que este alcalde reinterpretó el concepto de dominio público de un modo peculiar: lo que es mío, es mío y lo que no, también es mío. Visto el proceder de tan incívicos turistas, mejor hubiera funcionado cobrarles el IBI por sombrilla.

De vuelta a la arena, mis vecinas parecen haber relajado el gesto y se afanan en engullir medio kilo de pipas en un crujir implacable que me pone de los nervios. Están dejando el rincón hecho unos zorros. La otra, la de las... gafas, se dispone para un último baño antes del almuerzo. Nadando no es Michael Phelps, pero ese bikini seguro que ofrece menor resistencia hidrodinámica. Son las dos de la tarde y a mi también me aprieta el hambre. Miro hacia arriba, al chiringuito, e imagino su barra llena de tapas y circulitos de espuma de cerveza. Dos tipos barrigones, con camisas desabrochadas se acercan al corralillo de los reptiles. Es el Manolo y el marido de la iguana que vienen del chiringuito al turno de tarde ¡Éstos sí que merecen una medalla olímpica!

En fin, creanme lo que les digo, de dominio público nada ¡La playa para el que la trabaja!

...Con permiso del señor alcalde.