¿Qué es Enred@ndo?

Aún tratándose de un blog personal, Enred@ndo no pretende ser la página de mis confesiones íntimas, ni mucho menos, aburrir con un sentido práctico-profesional. Se trata más bien de un blog para el que viene y va por la red sin mirar atrás, donde la ficción y la realidad convivan sobre nuestros enredos cotidianos con el desparpajo del que se siente un neófito en esta nueva forma de compartir.

martes, 19 de agosto de 2008

El dominio público de una sombrilla

Es verano, no cabe duda. El calendario, las temperaturas y hasta el dulce de las sandías así lo refrendan. Y no me gusta esta época del año, lo digo de antemano. Me irrita su sistemática manía de achicharrarnos. A cualquier otra estación siempre podemos adjetivarla con una propiedad climática distinta cada año, pero no al verano, en verano siempre hace calor, y en Granada, hace mucho calor. Además, lo que peor llevo es mi complejo de flaco; con el frío siempre se me atenúa bajo la ropa, pero a cuarenta grados no me queda más remedio que descolgar mis raquíticas piernas del pantalón corto hasta su reposo sobre un calzado que no permite descuidar las uñas.

Sin sutilezas, el verano siempre me resulta obvio. Pero si existe un ámbito donde el hecho se muestra más patente, éste es la playa. Y no lo digo sólo por la presencia multitudinaria de personas empeñadas en descubrir todos los años sus miserias, no. Fundamentalmente, lo que distingue a la playa de invierno de la de verano es la pérdida, casi inmisericorde, de su condición de dominio público. Así es. Bajo una sombrilla, una toalla o, incluso, un par de chanclas semienterradas se escrituran y registran, como bienes privativos, nuestras propiedades y servidumbres de vistas al mar.

Yo soy de los que llegan tarde a la playa ¿Se lo imaginan, verdad? Derrotado, refunfuñando y cargado hasta las trancas, me dispongo, niño en mano, a buscar un huequito aceptable. Me conformo con poco, el radio de la sombrilla, no más, y el espacio para dos toallas en sentido transversal al rompeolas; no en vano, vivo en una casa adosada con vecinos a ambos lados. Camino en diagonal por ese tramo indigno de la arena que casi nadie ocupa, oteando la colorida primera línea, y conforme me acerco a ella, las miradas se vuelven inquisidoras:

A ver dónde se va a poner éste le oigo decir entre dientes a una señora de pareo infame cuyos enseres playeros se esparcen, al igual que sus carnes, en un diámetro mayor de lo estrictamente conveniente.
Pues encima de tu sombrilla le contesta la vecina en un tono aún mayor, con objeto de certificar la alusión.

Mala suerte. El diálogo intimidatorio no funciona conmigo. Yo suelo ser mal cliente para jugar a indirectas pero sobre todo, una vez que mi hijo percibe mi intención de acomodo, se desprende de todo lo que lleva encima marcando la senda del hueco en una hilera de prendas suspensivas hacia la orilla, y antes de que me dé tiempo a soltar la carga, ya está metido en el mar. Vale, ya tengo cabreada a la de la derecha. A mi izquierda, sin embargo, una estupenda mamá treintañera, con libro y gafas de moda, toma el sol en tetas; conviene no molestarla demasiado, por la lectura, más que nada.

Por fin, después del recibimiento, llega el momento sublime de clavar la sombrilla. Al instante, la vecina del pareo se levanta de su hamaca y posiciona lo que un día fue una toalla a manera de linde, obligándome a caer sobre la izquierda donde, cual efecto dominó, la mamá se dispone a taparse con la parte bi- del -quini. Esta vez si capto el mensaje y me doy por aludido ¿Dónde demonios habré puesto mis gafas de sol? Recopilando. Acabo de llegar a la playa y, en un minuto, una señora me ha enseñado los dientes y la otra ha dejado de enseñarme las tetas.

Ya que está de pie, el caimán con pareo hace un gesto a la iguana de su amiga, invitándola a remojar los pinreles y, cuchicheando, bajan al rompeolas donde de antemano tienen dispuestas dos sillas en la línea a la que el mar llega con sus últimas espumas. ¡Es la mía! pienso mientras aprovecho la distracción para devolver un par de apestosas zapatillas de esparto y un cubito con medusas a los dominios de la susodicha. Pero la alegría a los pobres nos dura poco y los dos reptiles no aguantan ni media docena de olas en remojo. Camino arriba, hablan en voz muy baja:

...Desde las ocho de la mañana, vamos, que vino mi Manolo a poner las sombrillas susurra el caimán.
Ea, es que la gente.

(¡Las ocho de la mañana! Pero ¿Esa hora existe en verano? Yo pensaba que en agosto los días tenían doce horas o menos).

Las comadres, de vuelta a su refugio, pasan tan cerca de mi toalla que me da para oler el tufillo a sobaco de la iguana y, de paso, me miran al unísono, por si acaso me vuelvo a hacer el sueco. De nuevo bajo la sombrilla, retoman el tono agresivo del principio:

...Y hasta las once, como un clavo, hasta que he llegado yo continúa implacable no sea que al alcalde le dé otra vez por llevarse las sombrillas.
¿Pero, todavía se las llevan?
No lo sé, pero por si acaso.

(El que por si acaso ha escaqueado el bigote, es el Manolo. Tío listo. Capaz de sacrificar su sueño a cambio de perder de vista al caimán por un rato, mientras vigila el chalé).

Aunque no lo crean, esta es una costumbre muy extendida en la costa granadina. A las ocho de la mañana la playa tiene una actividad inusitada y en ella conviven en perfecta armonía todo el gremio de guardasombrillas, las últimas parejas del revolcón nocturno y una especie en vías de extinción: los buscadores de metales que armados de chivatos pasean incansables como hienas de lo ajeno. El Manolo es guardasombrilla y ello, háganme caso, tiene su ritual; que comienza comprando el pan y el periódico, la edición de Granada, se agota enseguida y la edición de la Costa no es lo mismo —prosigue con la clavada de sombrilla en el mejor sitio, esto es, perfectamente perpendicular al portal de la casa y en primera línea y, finalmente, concluye con la lectura del periódico en una silla hasta que, horas más tarde, llega la parienta con el resto de cachivaches. En ese momento se da por terminado el turno y el tío se vuelve a casa con la satisfacción del deber cumplido ¡Otro día más que le dan por culo al alcalde rapta-sombrillas!

Lo del alcalde es muy fuerte. Les cuento. Hace tres años, a alguna mente privilegiada del ayuntamiento se le encendieron las bombillas progresistas con una idea revolucionaria cargada de estímulos sociales y capaz de dotar al pueblo de ingresos extraordinarios. La cosa funcionaba así: una patrulla playera, velando por el interés público, escrutaba de punta a cabo las sombrillas clavadas, y a modo de zona azul, en ausencia del propietario, eran incautadas hasta que éste tuviera a bien recuperarla previo pago de treinta y seis euros. Económicamente, la idea tenía su miga: en una ocupación media de playa de 30.000 personas por día durante los meses de julio y agosto, con un módulo de habitabilidad de 3 personas por sombrilla, el mercado de clientes, de dichos meses, ofrece un tamaño de 600.000 sombrillas que a 36,60 euros la broma (más un adicional por día de depósito), descubre un montante potencial de 21.960.000 euros por verano; sólo un uno por ciento de incautos (o incautados) podían reportar al municipio 219.600 euros de nada. Brillante ¿No? [Ver bando municipal]

Aunque la cosa al principio funcionó y hubo que habilitar un almacén para guardar los parasoles en un par de veranos al tío se le acabó el negociete. No sé si por constituir un delito o porque nunca encontró la manera de dejar las pegatinas de aviso pegadas sobre la arena. Lo que está claro es que este alcalde reinterpretó el concepto de dominio público de un modo peculiar: lo que es mío, es mío y lo que no, también es mío. Visto el proceder de tan incívicos turistas, mejor hubiera funcionado cobrarles el IBI por sombrilla.

De vuelta a la arena, mis vecinas parecen haber relajado el gesto y se afanan en engullir medio kilo de pipas en un crujir implacable que me pone de los nervios. Están dejando el rincón hecho unos zorros. La otra, la de las... gafas, se dispone para un último baño antes del almuerzo. Nadando no es Michael Phelps, pero ese bikini seguro que ofrece menor resistencia hidrodinámica. Son las dos de la tarde y a mi también me aprieta el hambre. Miro hacia arriba, al chiringuito, e imagino su barra llena de tapas y circulitos de espuma de cerveza. Dos tipos barrigones, con camisas desabrochadas se acercan al corralillo de los reptiles. Es el Manolo y el marido de la iguana que vienen del chiringuito al turno de tarde ¡Éstos sí que merecen una medalla olímpica!

En fin, creanme lo que les digo, de dominio público nada ¡La playa para el que la trabaja!

...Con permiso del señor alcalde.

1 comentario:

Blanca dijo...

Domingo de verano, 8.30 h. de la mañana (parece que el día sigue teniendo 24 horas, no 12),me parto de risa con tu artículo y doy por bien empleado el madrugón. Esto de empezar el día con un chapuzón de buen humor es de lo más terapéutico. Gracias. Blanca